La audiencia en la que conocí a Horacio Serpa
hoy, a un año de su muerte el periodista Pedro Severiche escribe este relato.
Por: Pedro Severiche Acosta
La primera vez que lo vi fue en una audiencia en el Palacio de Justicia, el mismo viejo edificio que primero fue hospital, después universidad y hoy es un basurero.
Eran los tiempos de las audiencias públicas con jurados de conciencia que llamaban, miembros probos de la sociedad que decidían la suerte del desdichado que ocupaba el banco de los acusados.
Había que ver cómo ese tipo de audiencia se convertía en una especie de cine, era una película en vivo y en directo. Había público por todas partes. La gente se colgaba hasta de las ventanas para saber del desarrollo y final del juicio.
Esa vez supe de lo que era su vibrato. Pero, además, de la capacidad de actuar con personajes que sacaba del público para su dramatizado en el propósito de convencer al jurado que su cliente era una persona inocente.
Su actuación en la defensa la complementaba con el saber de las leyes que había aprendido en el Caribe, en una universidad para los costeños de la que supo valerse él como cachaco.
Para obtener Horacio Serpa Uribe el título de abogado, no la tuvo fácil. La Universidad Nacional no lo admitió y llegó a la Universidad del Atlántico y sólo su buena condición de jugador de baloncesto le permitió abrir las puertas de mi universidad en la que ya los exámenes de admisión habían pasado. Para coronar sus estudios, le tocó vender huevos por las tiendas de Barranquilla, que tenían con él algo en común: sus dueños, la mayoría eran cachacos y de Zapatoca, Betulia o Barichara para más señas.
Pero sigamos con la audiencia con la que iniciamos. Serpa Uribe defendía en esa audiencia a un hombre que había matado a otro a machetazos y para colmo de males había llenado de piedra el buche de su víctima a la que había depositado con juicio en el fondo del río.
El alegato de Serpa en ese juicio, al igual que lo hizo Gaitán con un militar en su última audiencia la noche del 8 de abril de 1948, fue la ira e intenso dolor, algo en el que ambos citaban con marcado énfasis a un penalista italiano creo que de apellido Ferri. Esa figura desapareció de los tratados modernos, de lo contrario la humanidad ya se habría extinguido.
Serpa salió airoso en la defensa en comento. El hombre del machete afilado fue lo de menos. La gente lo abrazaba, lo aplaudía, lo miraba como el actor de cine que ya es estrella y al que podían tocar al final de la película.
Él, por su parte, se abría paso entre la multitud, cargado de libros y del maletín donde muy seguramente iba la copia del expediente en el que se relata los hechos del marido celoso que acabó con la vida del pescador que le había quitado a su mujer y por ello lo había cosido a machete y lo había adobado con piedras y sin aliños.
Yo estaba en medio de la sala de la audiencia, y él, en medio de empujones y algarabías, pasó raudo por mi lado sin tener noticias de quien para entonces era joven sin trabajo y que había acudido a esa audiencia porque como él grueso de los asistentes no tenía para el boleto de entrada a cine y está función sin costo alguno no me la podía perder. Ese día me topé por vez primera con Horacio Serpa Uribe, a quien hoy, a un año de su muerte, lo recuerdo con cariño.
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